Publicado en: Lecturas Comfama - Línea Pensamiento
Alonso Salazar J.
Los años noventa
Hace unos años, Daniel Grajales publicó, en la revista Arcadia, “ Los hombres que le ganaron la guerra a Pablo Escobar”, un título extraño en una revista cultural. La crónica narra como los teatreros de Medellín se resistieron a los toque de queda, a la andanada homicida y al miedo infundido por el narcoterrorismo. Grajales menciona a algunos de ellos: Gilberto Martínez, Rodrigo Saldarriaga, José Manuel Freidel, Samuel Vásquez, Cristóbal Peláez, Oscar Vahos, Jorge Blandón, Iván Zapata, Javier Jurado y Farley Velásquez y, también a los poetas Gabriel Jaime Franco y Fernando Rendón. Y los califica como héroes: “Sí, héroes verdaderos, de carne y hueso, sin dinero en el bolsillo, sin un helicóptero ni redes, solo con arte en el corazón” (Grajales, 2017).
Y lo que cuenta
suena a una épica que no hemos reconocido suficientemente. A una gesta social
que podríamos dimensionar, aún más, si tenemos en cuenta que, en ese momento,
inicios de los noventa, el Estado oficializaba su derrota, abolía la
extradición y cedía a las peticiones para que el capo aceptara recluirse en La
Catedral, la cárcel construida bajo sus condiciones, con una soberanía que le
permitió seguir, desde allí, ordenando delitos y crueldades.
En un momento en que el Estado abolió la extradición y cedía en las peticiones para que el temido capo se recluyera en la cárcel
de La Catedral, los grupos de teatro,
que tenían una enorme vitalidad a pesar de sus precariedades materiales, no
dejaron bajar el telón, con terquedad mantuvieron sus pequeñas salas en el centro
de la ciudad y programaron funciones en las horas de la noche, cuando la
orden de los ilegales era que todo debía
cerrarse después de las seis de la tarde.
Para demostrar
su poder, los llamados extraditables imponían toques de queda cerrando la
noche, espacio natural de encuentro y socialización. Sergio Restrepo –
peregrino del mundo cultural – recuerda que se produjo entonces un hecho
sobresaliente, de gran poder simbólico: el Colectivo Teatral Matacandelas respondió
a aquella imposición saliendo al escenario a las 11:59 pm, para presentar O
Marinheiro, de Pessoa. La decisión lo impactó:
Haber salido para conquistar la noche y
enfrentar la barbarie que ni el Estado ni la Iglesia ni casi nadie más de la
sociedad civil se atrevía a enfrentar nos ayudó a quitarnos el miedo o, por lo
menos, a tener ese miedo, pero juntos. Esa presentación creo que se convierte
en un punto histórico de la memoria de la ciudad, de la resiliencia. (Loaiza, 2019).
Y es bueno
decir que no se trató de una resistencia momentánea y aislada sino que en la
ciudad las expresiones artísticas como resistencia, se multiplicaron y fluyeron
hacia una corriente trascendente de renovación espiritual.
Cristóbal Peláez, director del Matacandelas, protagonista de esa aventura, que no es un mito urbano, contó en las Otras Memorias la génesis de su grupo y del movimiento cultural de la ciudad en ese tiempo. Hay cierta paradoja en el hecho de que él haya fundado el Matacandelas en el mismo pueblo y en la misma época, 1979, en que Pablo Escobar afianzaba su imperio y, que a pesar de eso tengan vidas tan divergentes. Todos conocen la violencia, lo descomunal de las riquezas y las ruinas que dejó el capo. Cristóbal, en cambio, en una actitud estoica, optó por los votos de pobreza, consecuencia lógica de dedicar su vida al teatro. Una vocación extraña, en una sociedad en la que históricamente, y sobre todo en ese momento, había desmesura en el afán de riquezas. Porque, como dice el propio Cristóbal, el teatro que hacían, con algo de humor y muchas consignas, no tenía mercado y se parecía a la gente para la cual se presentaba: sindicatos y asambleas estudiantiles.
Ventaja tiene
mirar desde la altura que da el tiempo. El capo murió ajusticiado por sus
súbditos. Aunque sin riquezas materiales, el Matacandelas ha tenido una vida
prolífica; al cabo de 40 años produjo 55 montajes, se le reconoció como
Patrimonio Cultural de Medellín, se convirtió en un espacio deseado de emoción
y libertad, donde, eso sí, no tiene cabida la ambición económica ni el
consumismo. Cristóbal se convirtió en un gran dramaturgo y consolidó una figura
de monje – anatomía escueta, calvicie hasta la coronilla y barba sin pulir– de
la cual se siente tan orgulloso que cuando alguien le dice para criticarlo, “es
que usted es muy franciscano”, le responde con una sonrisa satisfecha.
Otros grupos y personas podrían sumarse a la lista de Arcadia. Paul Bardwell, “el gringo bueno”, director del Centro Colombo Americano, se sobrepuso a varios atentados terroristas contra sus instalaciones en 1988, y mantuvo una intensa actividad académica y cultural. Con Juan Alberto Gaviria, al frente de la galería hizo exhibiciones de reportería gráfica y pintura y puso a andar por Estados Unidos la exposición “Hecho en Medellín”. El Colombo también mantuvo la sala de cine alternativo y acogió a Luís Alberto Álvarez, sacerdote claretiano, recordado crítico de cine, quien fundó Kinetoscopio, una revista de cine que se publica desde 1990.
La Cinemateca El Subterráneo, fundada por Jorge Farberoff y por el fallecido Francisco Espinal «Pacholo», pasó del salón parroquial de El Poblado al teatro de Suramericana en el barrio Carlos E. Restrepo, en donde fueron acogidos por Nicanor Restrepo Santamaría. «El Subterráneo es uno de esos pequeños eslabones que cambiaron la ciudad», dice Víctor Gaviria reconociendo lo que le aportó a su formación. Fue una de las formas de resistencia no violenta de los jóvenes, que se decidieron a salir a los espacios culturales y, poco a poco, restauraron territorios comunes como espacio público. En el inventario, desde luego, se incluyen expresiones como la salsa, las peñas culturales y la música andina; pero las posturas más radicales las tuvieron los grupos de rock, punk y hip hop, con sus estéticas contraculturales —con la música, el vestuario y el ritual underground— como alternativa a los estereotipos que iba imponiendo el narcotráfico con la carrilera de banda sonora y el escapulario, la virgen, el caballo y el carriel como símbolos de una identidad cultural conservadora, ligada sobre todo a tradiciones agrarias.
Es sobresaliente el Festival Internacional de Poesía de Medellín que lideró Fernando Rendón —poeta con estampa de vikingo— y el colectivo de la revista Prometeo. Los poetas salieron de anónimos recitales en carpas o sedes sindicales y se lanzaron a la palestra siguiendo el llamado de Saint-John Perse: «Que el poeta diga a todos claramente, el gusto de vivir este tiempo fuerte»; y bajo la consigna: «La poesía tiene la palabra» convocaron al rito y al festejo. La primera edición, contra cualquier expectativa racional, atrajo a 1.500 almas ansiosas de encuentro y de palabras edificantes. Así nació un festival que, en los años que siguieron y hasta el presente, ha sido un hecho cultural de magnitud, que convoca, para mutuo asombro, a escritores de todo el mundo que han leído sus poemas en más de cuarenta idiomas, y a miles de espectadores que se congregan en grandes auditorios, universidades, colegios y sedes comunitarias en barrios y pueblos.
Y a los hechos de la cultura podemos adicionar la gesta de oenegés, organizaciones comunitarias, sectores de la Iglesia y empresarios que se esforzaron por descifrar los tiempos y abrir caminos alternativos para enfrentar lo narco y sus secuelas de consumismo y violencia. En conjunto, estas acciones permiten decir que Medellín tuvo en los años noventa más sociedad que Estado para enfrentar la que ha sido la peor crisis de su historia. Y que dentro de la sociedad civil las primeras acciones significativas se dieron en la periferia y no en quienes, se suponía, cumplían un papel orientador.
Y es que mientras en la ciudad abundaba el crimen, de una manera que todavía nos da pudor recordar, las élites andaban distraídas. Los líderes de la política tradicional pasaban engolosinados con los éxitos automáticos en las encuestas de popularidad, preocupados por la imagen de la ciudad y sofisticando las formas de corrupción; y los ensimismados movimientos de izquierda se quedaron esperando la radicalización de las luchas sociales. Algunos jerarcas de la Iglesia católica impartían bendiciones a traficantes y sicarios en ritos paganos. Buena parte de la intelectualidad no registraba la realidad de violencia, bandas y narcos, o la consideraba material de segunda, sin valor para el trabajo sociológico, creativo o literario. No alcanzaban a entender cómo lo que tradicionalmente se nombra lumpen había adquirido tanta preponderancia y, como dijo Luis Otero Silva: «Ese lumpen le enseña la gramática y el habla a la sociedad»
La Sociedad Civil en Acción
Desde los años noventa, nuevos actores de la sociedad civil impulsaron la reflexión sobre la crisis, vocearon sobre ciudadanía, democracia, ética y sobre el derecho a la vida y a la paz. En Las Otras Memorias, Marta Villa, directora de la Corporación Región, y Margarita Inés Restrepo, quien dirigió por veinticuatro años la Fundación Antioquia Presente, reflexionaron sobre el papel que las oenegés cumplen desde ese tiempo. La Federación Antioqueña de ONG, fundada con el liderazgo de doña Lucía de la Cuesta —una matrona omnipresente—, agrupó inicialmente instituciones tradicionales vinculadas a empresas o filántropos, y se fortaleció en los años noventa con la afiliación de las oenegés de origen social y comunitario. Cuenta Margarita Inés que el diálogo entre oenegés «radicales» y «conservadoras» derivó en consensos y en trabajos en red. «Compartiendo experiencias, conocimientos, recursos y fortalezas institucionales, se inició una época muy productiva», dice, y cita como ejemplo el Plan Municipal de Prevención de la Alcaldía de Medellín, que articuló a la Consejería para Medellín, Corporación Región, Fundación Social, Picacho con Futuro y Surgir. Cuenta también cómo las oenegés se convirtieron en interlocutoras del Estado, aún en campos nuevos como la paz, los derechos humanos, el trabajo con víctimas del conflicto, los procesos de verdad, justicia y reparación.
Las mujeres tenían un rol significativo en las oenegés empresariales y de filantropía de familias. En los años noventa surgieron organizaciones como Vamos Mujer, centradas en la defensa de los derechos de las mujeres. Marta hace caer en la cuenta de que, por la suma de circunstancias en ese tiempo, se fortaleció el rol de las mujeres en los temas sociales. Y dice que cada vez son más las exigencias de la democracia que pasan por el prisma de las mujeres; «me siento privilegiada de ser parte de esto». Su propia historia es ejemplar. Marta participó, en noviembre de 1989, en la creación de la Corporación Región, que incluyó en sus propósitos la lucha por el desarrollo equitativo, la paz y la plena democracia. La acompañaron en esta fundación, entre otros, Jorge Bernal, Clara Inés Restrepo y Gerardo Pérez, que aún hoy día sigue trasegando la barriada. Región nació en un momento de profundos cambios y altos contrastes. En Colombia, las violencias crecían y se contaminaban unas a otras; los narcotraficantes estrenaron modalidades de terrorismo que colapsaron al Estado, que no lograba gobernar el conjunto del territorio ni garantizar la vida a los líderes de la oposición ni disminuir los índices de impunidad. Y en el mundo, la caída del muro de Berlín simbolizó el derrumbe del socialismo, que erosionó, de paso, otras utopías sociales, y dio razones a la soberbia de los defensores del capitalismo y el libre mercado.
Marta también recuerda como una señal positiva de ese tiempo la emergencia de una sociedad civil centrada en ideales democráticos. Los veintiún fundadores de Región eran parte de una generación de izquierda desprendida de la ortodoxia, sintonizada con la realidad compleja del país, pero decidida a jugarse en las luchas civiles. Con Región confluyeron la Escuela Nacional Sindical y Conciudadanía para formar la alianza Viva la Ciudadanía de Antioquia.
En el inicio de los noventa, el Ejército Popular de Liberación (EPL) y el Movimiento 19 de Abril (M-19), dos guerrillas históricas, negociaron su reinserción y se dispusieron a buscar la transformación dentro del marco formal de la democracia. Esto coincidió con la emergencia de un movimiento estudiantil que gestó la iniciativa de la Séptima Papeleta que, en un proceso más político que jurídico, condujo a la convocatoria por parte del presidente César Gaviria a la Asamblea Nacional Constituyente de 1991. Esta constituyente, elegida democráticamente, con una composición representativa de la diversidad del país, diseñó un Estado social y democrático de derecho; un avance notorio que restó razones a quienes ejercían la violencia. Una nueva generación de oenegés y organizaciones comunitarias hizo de la nueva constitución, de su difusión y la cualificación de la nueva ciudadanía, una utopía tangible.
Región cualificó su conocimiento sobre la ciudad, innovó en la intervención social, utilizó novedosas formas de comunicación y, para sensibilizar a la población, se abrió a procesos de concertación con diferentes sectores sociales. Sin abandonar su posición crítica, decidió trabajar con el Estado. Creó el Seminario de Periodismo Juvenil, publicó el periódico mural Lado A y acompañó a la Consejería para Medellín en el programa de televisión Arriba mi barrio. Con la Fundación Social, produjo la serie de televisión Muchachos a lo bien en la que varios realizadores filmaron a jóvenes —artistas, modelos, actrices, deportistas, empresarias, publicistas, vendedoras, secretarias, bailarines, dirigentes comunitarios— y resaltaron sus talentos y la disposición para construirse socialmente a pesar de las limitaciones. La serie, emitida con éxito por el canal regional Teleantioquia y luego por otros medios, marcó un hito en la producción audiovisual de la ciudad y contribuyó a superar el estigma que había caído sobre los jóvenes.
El Seminario de Periodismo Juvenil reunía cada año a centenares de jóvenes que tenían boletines o emisoras escolares; les ofrecía talleres de radio, redacción, televisión, nuevos medios, literatura, diseño, fotografía, expresión corporal y narración oral. Y les propiciaba el encuentro con pensadores como Omar Rincón, Antanas Mockus o Jaime Garzón que les ampliaban los referentes de identidad.
En Colombia se había avanzado tanto en los estudios de violencia que surgió el singular gremio de los violentólogos. Pero no existían investigaciones sobre la violencia urbana y juvenil, cada vez más presente en las ciudades. En agosto de 1990, Región y la Fundación Social programaron el seminario Violencia Juvenil en la Zona Nororiental, Diagnóstico y Alternativas. En este espacio, Región presentó su investigación sobre el origen y las características de las bandas delincuenciales que desarrollaba dentro del proyecto Sociedad y Conflicto del Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep). A este evento llegaron personas con reflexiones que iban más allá de la sociología elemental. Fue sobresaliente el aporte de los sacerdotes Carlos Alberto Calderón, Julio Jaramillo, Carlos E. Montalvo, Gabriel Echeverry, Jorge Galeano y Guillermo Carmona. Sus trabajos, presentados a título personal, reflejaban el conocimiento directo de la violencia de los jóvenes y la que se ejercía contra ellos en sus parroquias, e incluían una autocrítica sobre el ejercicio pastoral en ese contexto de crisis (Corporación región, 1990).
En el seminario hubo consenso en torno a que la pandemia violenta de Medellín derivaba de causas que pueden considerarse objetivas, como las inequidades profundas crecidas al ritmo de un poblamiento caótico y acelerado de la ciudad; las carencias en lo esencial: educación, salud y empleo, y la ausencia o la presencia ilegítima del Estado en vastos territorios de la «colonización» urbana. Pero también introdujeron el análisis de causas subjetivas —o de orden simbólico y cultural— como la exclusión y la invisibilización de los pobladores que se sentían por fuera de una noción compartida de identidad; la quiebra de una conciencia moral fundada en lo religioso, y las influencias diversas del narcotráfico que, en retroalimentación, como causa y efecto, deterioraban instituciones y tejido social.
En el seminario se notaron las ausencias. Los organizadores no lograron que asistieran ni el alcalde ni un secretario de su despacho; la vocería de la administración municipal cayó en un funcionario de tercer nivel. No recibieron respuesta de la jerarquía de la Iglesia ni de los gremios económicos ni de centros de investigación de las universidades. A pesar de lo abrumador de las circunstancias —con altas cifras y titulares alarmantes de los medios— no existía una reflexión crítica de la violencia de la ciudad que ya, en ese año, superaba las 5.000 víctimas y, en 1991, llegaba al tope de 6.273 (Jaramillo & Bedoya, 1990).
Los participantes en el seminario expidieron una declaración que resumidamente
pedía:
Cesar las acciones represivas ilegales que siembran el terror y el miedo en la ciudadanía. Transformar la mentalidad de las fuerzas armadas para que sean respetuosas de los derechos fundamentales. Derrumbar los «muros» que segregaban la ciudad y dejar de estigmatizar a los jóvenes. Convocar a una acción conjunta de entidades públicas, privadas y de la cooperación internacional para atender el problema en su verdadera magnitud. Incluir proyectos culturales, y no solo de infraestructura, en los planes de inversión en las comunidades. Repensar los paradigmas culturales que han perdido validez en el marco de una nación urbanizada. Propiciar la participación organizada de las comunidades en el diagnóstico y formulación de propuestas. (Corporación región, 1990)
La Revelación del No Futuro
Víctor Gaviria contó en Las Otras Memorias el proceso de su película que fue, al mismo tiempo, el de la revelación de la violencia invisible y profunda que sucedía en la barriada. Él había estudiado Psicología en la Universidad de Antioquia, donde se apasionó por la lingüística; perteneció al colectivo de la revista de poesía Acuarimántima (en la que participaban Manuel Mejía Vallejo, José Manuel Arango, Darío Ruiz Gómez, Óscar Hernández, Rogelio Echavarría, Víctor Gaviria y Helí Ramírez, entre otros.), que dirigía Elkin Restrepo . Allí conoció a Helí Ramírez, un escritor del barrio Castilla, un «camajanzote», que influiría de manera decisiva en su obra. Cuando leyó En la parte alta abajo, de Ramírez, supo que el uso del lenguaje popular completaba el universo de lo que narraba. El crítico Pedro Adrián Zuluaga, para dimensionar lo que significaría el habla popular en su obra, escribió: «Para Gaviria, poeta, el lenguaje es la casa del ser, el lugar desde el cual habitamos una cultura» (2014). Ya desde el inicio aparecieron elementos que serían reiterados en sus películas: el mundo de los que viven en el margen, la tradición oral y los actores naturales.
Rodrigo D. No futuro tuvo gran impacto por ser la primera película colombiana seleccionada para el prestigioso Festival de Cannes en Francia; pero, además, y sobre todo, porque la manera particular como Víctor la filmó, sumergido en la vida de barrio, hizo que no se viera como ficción, sino como una especie de reportaje, un documental sobre la generación del no futuro. A los oídos de Víctor llegaban relatos sobre una violencia inaudita que se vivía en los barrios, entonces buscó la manera de conocer en detalle qué pasaba. El guion definitivo surgió de días largos de conversación libre con jóvenes que hacían parte de bandas criminales, jóvenes que mataban y morían en una vida que «no duraba nada». La película se llamó entonces Rodrigo D. No futuro, y como si esa realidad que narra necesitara ser probada, durante dos años que duró la producción —1986-1988—, algunos de los actores, incluido John Galvis, quien sería el protagonista, murieron asesinados
(La película está dedicada a John Galvis, Jackson Gallego, Leonardo Sánchez y Francisco Marín).
En la película se ve la geografía de las montañas de Medellín, los barrios que habían crecido entre los sesenta y los ochenta, con sus calles empinadas, largas escaleras de cemento, su elemental y firme arquitec- tura de casas pegadas como hiedra a la montaña. La urbe formal aparece extendida abajo en el valle, en planos lejanos. Los jóvenes del no futuro viven en un paréntesis de tiempo, un presente fugaz, no tienen pasado ni futuro; no se identifican con la cultura de sus padres campesinos ni encuentran en la sociedad grande elementos para una nueva identidad, para ser personas de ciudad —ciudadanos—; cuestionan el orden, se expresan con un nihilismo radical, y forman movimientos contraculturales asociados a músicas como el metal y el punk. Víctor encontró en Ramiro Meneses, del barrio Guadalupe, perteneciente al grupo Mutantex, el actor propio para personificar a Rodrigo D., un joven empujado al vacío de la orfandad, que va y viene con sus baquetas, que busca, ansioso, instrumentos para su banda como quien busca un sentido de vivir, y tiene una agonía mayor, porque no participa, siquiera, de los juegos con armas y del mundo fatuo de los cruces y la violencia de su entorno. Al final, Rodrigo se suicida lanzándose del edificio. Sus amigos en el juego de «yo te tumbo, tú me tumbas», van hacía cierta inmolación colectiva. Víctor piensa que estos jóvenes vivían tan aislados de la sociedad, que «las voces de los malandros del cartel de drogas de Medellín se impusieron sobre ellos como un peso paternal que les indicaba el camino» (Serna, 2020).
Habiendo rodado la película en 1987, Víctor anticipó que estos jóvenes dominarían las barriadas y que la violencia, el sino de sus vidas, sería también el sino de Medellín. En donde los analistas habían encontrado lo obvio —precariedades y pobreza—, él descubrió un universo, una subcultura —marcada por la violencia, la música y las drogas— que lo sorprendió tanto que le propuso a la Universidad de Antioquia estudiar su lenguaje. Los profesores Ignacio Henao y Estela Castañeda asumieron la tarea; denominaron parlache a ese dialecto3. Y publicaron un diccionario del parlache, con más de dos mil palabras, y otros estudios en los que muestran cómo el parlache se fue expandiendo por diversas clases sociales y por todo el país.
3 Palabra ya reconocida por la Real Academia de la Lengua como: «Jerga surgida y desarrollada en los sectores populares y marginados de Medellín, que se ha extendido en otros estratos sociales del país» (RAE, s. f.).
La Batuta de Consejería
En Medellín iban apareciendo formas de resistencia dispersas, que no se registraban en los medios masivos y no encontraban interlocutores en el Estado. Fue María Emma Mejía, con la Consejería Presidencial para Medellín, la que catalizó el proceso y logró que estos colectivos ciudadanos se visibilizaran y confluyeran en una agenda de ciudad.
María Emma, nacida en Medellín, se había graduado de comunicadora social; había sido modelo y, en su juventud, viajó a Londres a estudiar cinematografía. Al regresar al país, el presidente Belisario Betancur la nombró gerente de la Compañía para el Fomento del Cine (Focine), y en esa condición —como productora en el rodaje de la película Rodrigo D. No futuro— tuvo un primer acercamiento a la realidad de la violencia urbana. Cuando María Emma se asomó a las grabaciones le surgieron dudas sobre los actores naturales y sobre el uso del parlache como lenguaje de la película. Víctor persistió en lo uno y en lo otro. Ella reconocería al poco tiempo que él «fue visionario al develar lo que había tras el muro imaginario que dividía la ciudad, una realidad frente a la que nos habíamos tapado los ojos». En 1988, terminada su tarea en Focine, María Emma asumió la dirección de comunicaciones de la campaña de Luis Carlos Galán, el más opcionado candidato a la presidencia. Un año después, en la ola de ataques terroristas, de masacres paramilitares, de sicarios de las barriadas de Medellín asesinando a jueces, magistrados, periodistas y dirigentes políticos, asesinaron a Galán.
César Gaviria, heredero inesperado de las banderas y el prestigio de Galán, triunfó en las elecciones presidenciales de 1990. Medellín era, sin duda, el problema más complejo que debía enfrentar. Pablo Escobar había logrado neutralizar la acción de las fuerzas de seguridad y poner en jaque sucesivo al Estado. Para atender la dimensión social de esa realidad, Gaviria creó la Consejería para Medellín y nombró a María Emma para dirigirla. Muchos, considerando el imposible de encontrar salidas a la crisis, quedaron con la sensación de que su nombramiento había sido un castigo. Pero María Emma sorprendió. Se sumergió en la realidad de Medellín, abrió sus sentidos y su sensibilidad, desplegó habilidades de política y comunicadora, escuchó a la ciudadanía —sobre todo a los jóvenes y a los académicos—, habló con una voz suave, puede decirse que delicada, y actuó con agilidad y eficiencia. Ayudó a tejer una gran alianza social de diferentes niveles, con la que logró no solo un éxito personal que la proyectó como una líder nacional, sino que además influyó decisivamente en el destino de Medellín; tanto que es inevitable nombrarla en esta historia de redención de los años noventa, historia en la que ni siquiera se nombra a los alcaldes de aquel tiempo.
Guiada por funcionarios de la Corporación Región, con una pequeña comitiva y unos pocos escoltas vestidos de civil, en un acto valiente, hizo su primer recorrido por la zona Nororiental. La expectativa y los temores indicaban que al parecer viajaría hacia otra dimensión. Cruzaron Moravia y Aranjuez, al descender hacia Santa Cruz debió notar el cambio de la ciudad trazada a la informal, con las casas apretujadas. Visitaron a los párrocos de Guadalupe y Zamora; se reunió con líderes sociales en Popular y Santo Domingo. Ya se sabía que en la barriada popular los beneficios recibidos del narcotráfico se pagaban con sangre, un costo mayor al de otros sectores sociales, porque a los jóvenes se les utilizó como «desechables» y porque en ellos se arraigó una violencia autodestructiva. En esa zona las Milicias Populares habían logrado apoyo de la comunidad con una sistemática limpieza social, imponiendo un control draconiano, con el asesinato como una medida ordinaria. En el barrio Popular los milicianos desarmaron a los escoltas de María Emma. La tensión fue larga y, aunque las armas fueron devueltas, el gesto no dejó de ser un desafío. Sin embargo, ella dice que ese episodio le dio la oportunidad de dar la señal de que su política no sería de confrontación. Así lo describe:
Yo me acuerdo, como si fuera hoy, la primera subida a los Populares y Santo Domingo Savio. Los milicianos dijeron: «Bueno, si los escoltas van a entrar, deben dejarnos las armas». Y recuerdo que el salón estaba lleno de gente. Yo asustada, con una cierta ingenuidad, cuando vi a los muchachos tapados con pañuelos les pregunté: ¿vean, ustedes están como agripados o qué?, ¿qué es lo que está pasando? Todos se quitaron el pañuelo y soltaron la carcajada. Ahí estaba Pablo, el comandante miliciano, y dijo: «No, pues, a esta Monita dejémosla entrar». Ahí empezaron a llamarme la Monita, mote que se reflejó después en una portada de la revista Semana y en comentarios de todos los medios. El propio Pablo Escobar, en un momento dado dijo: «Bueno, a la Monita dejémosla entrar».
María Emma entendió rápidamente que la indiferencia de los gobernantes, las promesas incumplidas, la falta de contacto de los funcionarios de alto nivel con la población generaba un sentimiento de orfandad que se traducía en aversión al Estado. Por ello convirtió su presencia física en los territorios, aprovechando su belleza y su carisma, en un factor clave de su intervención.
María Teresa Uribe de Hincapié: La construcción de una narrativa social
Hay personas que tienen la capacidad de dar un orden al caos que se genera en los análisis de la sociedad y la historia en los que tantas variables se entrecruzan, y utilizan categorías de las ciencias sociales o, si es necesario, construyen nuevas categorías para nombrar una realidad de manera lúcida. Tienen además la capacidad de movilizar conocimiento en la academia, en la sociedad y proponer en amplio diálogo acciones transformadoras. De esa dimensión es María Teresa Uribe de Hincapié, mujer relevante en la comprensión del periodo de la tragedia de Medellín y en el diseño de estrategias para su superación. Repasar su vida y la huella que dejó como intelectual comprometida fue posible gracias a la presencia en Las Otras Memorias de Marta Hincapié, quien además de ser su hija ha producido dos documentales sobre el contexto en el que transcurrió su vida. También nos acompañó William Fredy Pérez, del Instituto de Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia, uno de sus discípulos aventajados.
María Teresa solía responder preguntas con nuevas preguntas, y en un medio donde lo común era la reafirmación dogmática, mantuvo una actitud autocrítica. Por ello, tras ver la película Rodrigo D. No futuro afirmó que su universidad, la de Antioquia, que sus compañeros y ella, que se decían conocedores de la realidad nacional, desconocían lo que sucedía a no más de veinte cuadras, en las comunas, y ni siquiera entendían la forma de hablar de esos jóvenes4.
A pesar de que la Profe sabía que «al cambiarse de la academia a la práctica se corría el riesgo, como en la tentación fáustica, de quemarse las alas en el infierno», aceptó salir del curubito para asesorar, a nombre de la U. de A., a la Consejería para Medellín, tal como lo había hecho en mesas de concertación cuando el M-19 se desmovilizó; y como lo haría con el proceso de negociación con las Milicias Populares de Medellín; en reuniones preparatorias de la Asamblea Nacional Constituyente y, más adelante, en las tareas del Centro Nacional de Memoria Histórica, para contribuir en la construcción de una memoria colectiva como ingrediente de la reparación de las víctimas.
En Medellín, María Teresa logró que un público amplio entendiera sus análisis y superó la limitación de ciertos académicos que solo pueden expresarse en categorías a veces incomprensibles. Por ello, un cronista del periódico El Mundo, de Medellín, escribió un perfil sobre ella llamándola «La voz dulce de una verdad amarga».
María Teresa Uribe de Hincapié y Hernán Henao Delgado, en representación del Instituto de Estudios Regionales (Iner), fueron los asesores de cabecera de María Emma. Hernán —un hombre pacífico y bondadoso que fue asesinado por los paramilitares en 1999— ayudó a entender cómo la familia tradicional había perdido terreno frente a nuevos modelos, con padres ausentes y la mujer como centro de esta (Henao, 1997). María Teresa encuadró, con lente macro, la crisis de Medellín dentro de un declive histórico del modelo de desarrollo de Antioquia y de la «antioqueñidad», un espíritu, de fuerte soporte religioso, que había forjado un orgullo regional y contribuido, en el pasado, a la cohesión social, que había perdido eficacia en el contexto de la rápida urbanización, del crecimiento de masas para las que ya no era suficiente el discurso religioso que pedía resignación.
La aseveración de María Teresa implicaba que, para pensar el futuro, se debía reconocer el fracaso como sociedad, el derrumbe de ciertos pilares históricos; cosa difícil en una sociedad tradicionalmente autoafirmada como la paisa. Pero su visión fue fundamental para construir una narrativa que se colectivizó entre personas de diferentes estratos sociales y contribuyó a la movilización de un espíritu ciudadano. María Emma asumió esta narrativa y la reiteró en sus escritos e intervenciones: el quiebre del modelo antioqueño demandaba la construcción de un nuevo proyecto político y ético (Mejía, 1991). En eso fue explícito el documento Conpes, del Departamento Nacional de Planeación, que sustentó los programas de la Consejería:
Los valores de la familia, la Iglesia católica y el trabajo
productivo, ofrecieron durante décadas a sus pobladores
pautas de identidad y control social.
Estos elementos se alteraron con el rápido proceso de urbanización
e industrialización, que introdujeron nuevos patrones socio-culturales que llevaron al debilitamiento de los mecanismos tradicionales. Luego, los dineros
del narcotráfico crearon, en forma masiva, gran expectativa de mejora rápida de los ingresos y las condiciones de vida de la población y aceleraron
la transformación de los valores éticos y culturales de la sociedad antioqueña. (DNP,
1991, p. 9)
4 Habría que mencionar que entre las excepciones a esta afirmación están los artículos del lingüista Víctor Villa, sobre las continuidades presentes –en lenguaje y cultura– entre los guapos campesinos de la región paisa, el camaján urbano de los sesenta y el sicario que emergió en los años ochenta. Y el ensayo El sicariato en Medellín: entre la violencia política y el crimen organizado, que escribió el profesor de la Universidad Nacional, Carlos Miguel Ortiz.
Sustitución Urbana de Cultivos
María Emma se propuso, en primera instancia, dar un viraje en la manera como se enfrentaba al narcotráfico y sus violencias. Utilizando solo acciones represivas —como las del ejército que cercaba barrios enteros para detener delincuentes— y en acciones ilegales de agentes del Estado que disparaban desde carros fantasmas contra jóvenes en las esquinas, solo se había logrado crear una crisis de derechos humanos y ampliar la brecha entre las comunidades y el Estado.
Esa crisis la describió en Las Otras Memorias Iván Velásquez, un egresado emérito de la Universidad de Antioquia, que hace parte de una generación de intelectuales y profesores de la alma mater, como Alberto Aguirre, Héctor Abad Gómez, Leonardo Betancur, Luis Fernando Vélez, Carlos Gaviria y Jesús María Valle, que pagaron con el exilio e incluso con la vida su compromiso. En 1990, siendo procurador regional de Antioquia, en un momento en que hablar de derechos era subversivo, Iván creó la oficina permanente de derechos humanos que recibía denuncias las veinticuatro horas del día sobre acciones arbitrarias de los cuerpos de seguridad del Estado, como detenciones clandestinas, tortura, desaparición forzada y allanamientos sin orden judicial. Además, creó el Comité Interinstitucional en el que se integraron oenegés, Iglesia católica, Policía Nacional, Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), Ejército, Fiscalía y Ministerio Público.
Iván asumió luego la Dirección de Fiscalías de Medellín, cargo en el que evidenció que el paramilitarismo operaba en Medellín con complicidad del ejército y la policía y de sectores empresariales. Más adelante, siendo magistrado auxiliar de la Corte Suprema de Justicia, investigó los nexos de sectores de la clase política con los grupos paramilitares.
Ante estas circunstancias María Emma pidió un cambio de enfoque, un «quiebre»:
Se venía de una estrategia del gobierno de Virgilio Barco, aplicada por el general Harold Bedoya, comandante de la Cuarta Brigada, basada en la «tanquetización», en la presencia militar. Una estrategia de ellos o nosotros, que se proponía exterminar al enemigo, y la cambiamos por una estrategia que llamé, en un símil, sustitución urbana de cultivos
El presidente Gaviria y las autoridades locales aceptaron retirar el ejército de las comunas e implementar programas sociales para ganar a las comunidades y, en especial, a los jóvenes. Propuso imitar lo que se hacía con los campesinos sembradores de coca mediante el desarrollo alternativo.
Jorge Orlando Melo, que más adelante reemplazó a María Emma, diría que ella logró algo que parecía imposible: «Que a un país al que solo mandaban recursos para la guerra y para fumigar con glifosato, los gringos le financiaran proyectos sociales en Medellín, como un plan de bibliotecas, en el marco de la lucha contra las drogas». La otra observación que hace Melo es que María Emma, por su eficiencia, «se convirtió en una figura de los barrios y de la comunidad; cuestión que generó gran celo de los políticos que creían que ella estaba en campaña para gobernadora o algo». Claro que no la bloquearon, prefirieron ignorarla. Ella compensó esa indiferencia con los nexos que estableció con las oenegés, las organizaciones sociales y los empresarios agrupados en Proantioquia; especialmente con Nicanor Restrepo, el significativo líder del Grupo Empresarial Antioqueño (GEA).
Marta Villa explica que la Corporación Región vio en el enfoque de la Consejería «una oportunidad para incidir en la ciudad, para revertir los índices de inequidad, de exclusión y de violencia, y lograr una sociedad más democrática y una ciudad para todos». Coincidían también en que si había factores subjetivos como causa de esa violencia, entonces era importante atenderlos; lo que implicaba desarrollar programas, no solo para los aspectos tradicionales de mejoramiento de ingresos y calidad de vida, sino, además, para asuntos como la identidad, el orgullo, la autoestima y los temas de orden cultural, no incluidos hasta entonces en los planes oficiales. La Consejería formuló un plan de acción integral en el que incluyó, como estrategias, las intervenciones urbanas, el diálogo, la movilización social y las comunicaciones.
En el tema urbano, con la dirección del arquitecto Carlos Montoya de la Universidad Nacional, la Consejería intervino con dos programas. Con el Programa Integral de Mejoramiento de Barrios Subnormales de Medellín (Primed) mejoró la habitabilidad de dos barrios —uno en la comuna 13 y otro en la comuna 6—. Con la construcción de dos Núcleos de Vida Ciudadana —uno en el barrio Villa del Socorro, en la zona Nororiental, y otro en el barrio La Esperanza, Castilla, en la zona Noroccidental— se iniciaron las intervenciones urbanas como respuesta al poblamiento informal, sin centralidades, lo que favorecía la fragmentación social. Los Núcleos buscaban, por ende, tejer los barrios y favorecer la integración social. En estos programas se aplicaron metodologías novedosas, teniendo como base la participación de los pobladores en el diseño de las obras y el trabajo comunitario para elevar el nivel de apropiación e identidad. Entendiendo la forma como esos territorios habían sido habitados, los técnicos no impusieron formas convencionales, sino que adecuaron los diseños a las características del territorio. Lo trascendental de estas experiencias es que se constituyeron en un precedente para lo que, al inicio del nuevo milenio, en escala ampliada, se desarrolló con los nombres de proyectos urbanos integrales (PUI) y urbanismo social, que le dieron amplio reconocimiento internacional a Medellín.
Arriba mi barrio, concebido por la Corporación Región para promover la participación de los jóvenes y superar su estigmatización, fue el componente más exitoso de la estrategia de comunicaciones (DNP, 1991). Se emitió en el canal regional, Teleantioquia, desde el 15 de marzo de 1991, los viernes de 2:00 p. m. a 5:00 p. m., un horario extraño en una época en que no se veía televisión en las horas de la tarde. En el programa, en cuya conducción en estudio participaba María Emma, se pasaba una película, se invitaban personajes de la farándula nacional y se emitían informes sobre experiencias de organizaciones juveniles. Arriba mi barrio respondió a la necesidad de que la ciudad viera las «comunas»; también les permitió a las comunidades verse a sí mismas en la pantalla por razones diferentes a la violencia. Para los informes de los barrios, realizados en un primer momento por Jorge Melguizo, los líderes pedían que no se insistiera tanto en sus problemas, sino en sus potencialidades; no enfocar las precariedades del barrio, sino sus sitios bonitos. Era evidente la necesidad de reafirmación: que los identificaran por lo que estaban construyendo, para espantar la mácula del no futuro (Melguizo, 2011). El programa movilizó el espíritu ciudadano y fortaleció la resiliencia en las comunidades y en la ciudad5.
5 María Emma Mejía y Alonso Salazar fueron los primeros presentadores. Luz María Posada, la productora. Olga Castaño, asesora. El nombre lo puso Esteban Carlos Mejía a partir de 58 nombres propuestos por la misma gente.
Otros Emergentes: La cultura viva comunitaria
En los barrios populares, donde los medios masivos veían solo violencia, asomaron diversas organizaciones autogestionarias. Para la primera emisión de Arriba mi barrio se prepararon notas con Jorge Blandón y Fernando García, que ya protagonizaban un proceso cultural en la zona Nororiental. Ellos tenían, como rasgos comunes, haber crecido en dos barrios marcados por la marginalidad y la prostitución; haber permanecido arraigados en su territorio, al lado de la gente, y poner en escena música, colores, zancos, donde se había vuelto habitual el despliegue de armas.
Los dos nos acompañaron en Las Otras Memorias. Jorge recuerda que en su infancia en Santa Cruz había prostíbulos como Bolebar, El Tetero, Tango Bar y otros, que eran muestra de lo que fue, hasta bien entrados los años setenta, una zona de tolerancia. En ese contexto lideró un grupo juvenil parroquial hasta convertirlo en la Corporación Nuestra Gente que, al cabo de unos años, con el apoyo de la Consejería y la Cooperativa Confiar, se instaló en el local de lo que había sido el burdel Copinol, al que transformaron en la Casa Amarilla, un espacio para la lúdica, la creación y la formación humana, que partió la historia del barrio y se convirtió en referente para la ciudad.
A Fernando García, el padre de las comparsas en Medellín, todo el mundo lo conoce como el Gordo. Pasó por los oficios de recreacionista, fotógrafo, librero y teatrero. Con influencia del Teatro Taller de Colom- bia, que conoció en un Festival de Teatro de Bogotá, empezó, en los años ochenta en el barrio Manrique, A Recreo Teatro, usó el juego para potenciar y transformar al ser humano, y convirtió el ritmo, la danza y los colores en una «forma colectiva del abrazo».
«La calle, espacio imprescindible de la vida popular, se iba cerrando; el toque de queda no oficial entraba en vigencia cada día; a nadie le importaba lo que ocurría con los jóvenes que habitaban las laderas», recuerda Jorge Blandón. «La gente aterrada nos miraba por las ventanas, sin atreverse a salir», dice Fernando García. Los dos se preguntaron cómo sacudirse del espasmo de la violencia, cómo recuperar la calle para el arte y la vida. Convocaron a 56 organizaciones de la zona para realizar una gran jornada cultural que se constituyó en un hito histórico. Desde luego no faltó la advertencia sobre el riesgo que se correría si no se consultaban las actividades con las bandas armadas, pero igual salieron a la calle con centenares de jóvenes a pie y en zancos, con música de chirimías, con bellos maquillajes y tocados, enarbolando banderas de colores. Caminaron durante una semana. La comparsa, como un modo de libertad, parecía volar desde Manrique Oriental, barrio tras barrio, superando límites que se suponían infranqueables. Nadie detuvo la alegría espontánea de esos jóvenes que por primera vez se sentían invencibles, actuando como juglares y como seres de la naturaleza. Los guerreros de las bandas los vieron pasar, como en una ensoñación, con su apariencia de fiesta inofensiva, sin intuir que con ellos se movilizaba uno de los más eficaces antídotos contra la muerte.
A Recreo Teatro se transformó en Barrio Comparsa, que propagó el arte callejero y, al cabo de los años, ha formado a miles con la metodología lúdica de acción, participación y transformación (MLAPT), que Fernando describe como intervención artística y social, «que potencia la creatividad, contribuye a que los jóvenes reformulen sus relaciones con el ser interior y que, hacia afuera, se relacionen de manera libre con su gente, con el entorno cultural y natural y se apropien creativamente de la historia comunitaria».
Años después, Barrio Comparsa y Nuestra Gente confluyeron con la Corporación Simón Bolívar, Ciudad Comuna, Casa Kolacho, Picacho con Futuro, Convivamos y con cien expresiones artísticas más en la formación del movimiento Cultura Viva Comunitaria. César Jaramillo, de Picacho con Futuro, describe esta cultura barrial en Medellín como una telaraña de sensibilidades:
Hilo con hilo, este sistema nervioso permite sentir
los dolores y los pla- ceres del
presente y la memoria en los barrios: teatro para resistir a la guerra y
escenificar la paz; música de comparsa para que conservemos el movimiento
en las calles; grafiti, pintura y danza para que las aceras y los muros guarden registros creativos
y simbólicos. Cultura Viva Comunitaria arroja una ecuación en la que sus tres
elementos representan arroja una ecuación en la que sus tres elementos representan,
primero, la identidad de los territorios; segundo, la movilización estética y
artística que ha gestado iniciativas de convivencia desde la década de los
ochenta; y tercero, el álbum colaborativo de la comunidad, el hogar y la
solidaridad (2018).
Los diálogos improbables sobre el futuro
A lo largo de los años noventa se dieron en simultánea diversas conversaciones de la ciudadanía sobre Medellín, que derivaron en alianzas diversas. Tal vez, la conversación más significativa se dio en los seminarios Alternativas de Futuro para Medellín y su Área Metropolitana, organizados por la Consejería, el Iner de la Universidad de Antioquia y Región, entre 1991 y 1995. Estos encuentros fueron un ambicioso proceso de deliberación pública para construir una visión compartida y un pacto social que permitiera superar la crisis de ciudad. Los seminarios tenían dos etapas. En la primera, los foros comunales, los pobladores y las entidades que tenían oferta en el territorio, con la presencia de la Consejería, discutían sobre temas habituales como espacio público, educación, salud y, también, sobre seguridad y justicia. Lo novedoso es que además de las necesidades de su barrio, debían elevar la mirada y formular propuestas para el porvenir de la ciudad.
Los hombres y las mujeres que se eligieron para la vocería se presentaban en un evento central en el que compartían con toda la ciudad: con sindicalistas, empresarios, académicos, gobernantes e, incluso, aseso- res internacionales.
Eran eventos sin
antecedentes, que bien se pueden calificar como diálogos improbables en la definición de Lederach: conversaciones entre
personas y grupos diferentes, en un contexto
polarizado. Diálogos entre
convergentes y divergentes, según Melo.
Un encuentro de quienes se percibían distantes
e incluso como enemigos, pedazos, fragmentos de una
sociedad estallada. Nunca se habían hablado, pero al verse, del estereotipo del extraño se pasó a reconocer su
humanidad; al hablar sentían el valor
propio que da el reconocimiento, y al escuchar hallaban, en las palabras del otro, sueños comunes, esbozos
compartidos de futuro. Ma- ría Emma explicó lo valioso que encontró en el proceso:
La identidad de los pobladores con su barrio y su región, la confianza en sus propias fuerzas para modificar su situación, la certeza sobre el mejoramiento futuro, el conocimiento intuitivo de que las soluciones no son simples ni a corto plazo, y la idea fuertemente arraigada sobre su necesaria participación en la búsqueda de salidas y en la construcción de estas, expresando así la nueva sociedad que pugna por ser reconocida.
Al diálogo y la concertación contribuyó la condición de que las organizaciones se articularan para acceder a los recursos de cooperación. De ello resultó la Corporación Paisa Joven, constituida como una alianza de una parte significativa de las organizaciones de la ciudad que atendían a jóvenes. De otra parte, la Agencia de Cooperación Alemana GTZ, con su asesoría técnica, logró un salto cualitativo de las oenegés y las organizaciones sociales en cuanto al diagnóstico, la planeación, el seguimiento y la evaluación de proyectos.
Al proceso liderado por la Consejería se acercaron posteriormente la jerarquía católica y los empresarios. Con el obispo Héctor Rueda Hernández, la arquidiócesis de Medellín dio un viraje para superar el estilo conservador y cómplice del cardenal Alfonso López Trujillo. Monseñor Héctor Fabio Henao, encargado de la Pastoral Social, lideró programas para la reconstrucción de una cultura de la convivencia, la reconciliación y la no violencia. Después de la masacre del barrio Villatina, en la que murieron varios niños, Henao lideró una Mesa por la Vida en la que participaron decenas de organizaciones comunitarias, oenegés y entidades públicas. De ahí en adelante la Iglesia fue fundamental en la movilización social por la vida y los derechos humanos.
Nicanor Restrepo: La filantropía moderna
Aunque gremios económicos y gobernantes, a lo largo del tiempo, die- ron declaraciones altisonantes convocando a una lucha sin cuartel contra el narcotráfico y la violencia, su capacidad de reacción estuvo anestesiada por el flujo de riquezas que los narcotraficantes irrigaban, en una influencia capilar, a toda la sociedad. Por ello, como dijo Juan Diego Mejía:
Pablo Escobar puso en aprietos a varias figuras de la sociedad que no esta- ban dispuestas a aparecer a su lado en las fotos de los
cocteles, pero tampoco podían renunciar a la oportunidad de venderle sus casas, sus fincas, sus caballos, o de crecer sus cuentas bancarias sin
aspavientos, sin tener que reconocer
en voz alta que hacían parte de las operaciones comerciales de la mafia.
(Martin, 2013, p. 254)
Desde luego, hubo excepciones, personas que incluso brindaron su vida por sostenerse en principios. Vale la pena resaltar al exalcalde Pablo Peláez y al procurador Carlos Mauro Hoyos. Peláez había participado el 4 de agosto de 1989 en un foro sobre la situación de Antioquia y compartió mesa con el candidato presidencial Luis Carlos Galán y el coronel de la policía Valdemar Franklin Quintero. Los tres fueron asesinados entre agosto y septiembre de ese año.
Entre los ochenta y los noventa, la ciudad iba al garete. Los empresarios se concentraron en el ajuste de sus empresas para afrontar la internacionalización de la economía; en mantener oenegés para sus acciones filantrópicas en temas como microempresas, vivienda y atención a la niñez, y en lograr la construcción de infraestructuras como el aeropuerto José María Córdova y el metro. También promovieron procesos de planeación —como la prospectiva Antioquia Siglo xxi y el Plan Estratégico de Antioquia (Planea)—. Pero, sin un proyecto de ciudad, casi todos se mantuvieron distantes de asuntos públicos más trascendentales.
Para pensar el rol de los empresarios en los años noventa, participaron en Las Otras Memorias, Gonzalo Pérez, presidente del Grupo Sura, y Jorge Giraldo, decano de Ciencias Humanas y profesor emérito de la Universidad Eafit.
Gonzalo Pérez describió cómo, en los años ochenta, empresas tradicionales de Antioquia se agruparon en el llamado Sindicato Antioqueño para protegerse de grupos económicos foráneos que ya se habían tomado de manera hostil empresas emblemáticas de la región. Cuando Nicanor Restrepo terminó su pasantía en el sector público, como gobernador de Antioquia, regresó a la presidencia de Suramericana, desde donde jugó un papel no muy visible pero trascendente para la ciudad. Los llamados «cacaos» decidieron mantener la cabeza de las organizaciones —sus equipos directivos— en Medellín, a pesar de la adversidad y las amenazas; y también, de manera audaz, recuperar las empresas que habían sido tomadas por el narcotráfico, aunque las cifras indicaran que no era un buen negocio. Dice Gonzalo Pérez que «se impuso la defensa de unos principios éticos, de transparencia y de compromiso social; eso era lo que se defendía y es lo que debemos seguir defendiendo».
El Dr. Nicanor fue, sin duda, un personaje relevante dentro de las acciones del empresariado para superar la crisis de Medellín. Jorge Giraldo describió así la integralidad de su liderazgo: «Hay grandes empresarios, hay grandes políticos y hay excelentes académicos que, desde sus respectivos campos, hacen aportes muy importantes, pero en el caso de Nicanor Restrepo, era un hombre que reunía lo mejor de esos tres campos». Como suele suceder, su papel múltiple y trascendente se ha hecho más visible tras su muerte. En el libro Nicanor Restrepo Santamaría 1941- 2015 diversos autores lo perfilan desde diferentes ángulos. Destacan, desde luego, su gestión como empresario, pero llaman la atención, por no ser común en los empresarios, los capítulos en los que lo describen como un intelectual y humanista comprometido con los temas sociales, especialmente los de la educación y la cultura (Sura, 2017).
El Dr. Nicanor dirigía empresas, dialogaba con el presidente César Gaviria sobre la situación de la ciudad —lo motivó para que creara la Consejería para Medellín—, participaba en conversatorios reflexivos de la revista La Hoja sobre ser paisa; sorprendía a artistas, libreros y líderes comunitarios con inesperadas visitas —que siempre quiso mantener anónimas—. David Escobar recordaría cómo ambos, el Dr. Nicanor y Fernando Ojalvo, estimulaban a los empleados de Suramericana para mantener contactos con «la otra ciudad». Sobre la visita que hicieron a Jorge Blandón y Nuestra Gente, David escribió:
Ese día casi ni nos dimos cuenta de que eran ellos, y gente como ellos que llena nuestra ciudad de iniciativas culturales, quienes nos
salvaron de nuestro infierno. Más que
el Estado y toda la institucionalidad, porque
ellos conservaron la esperanza y
creyeron en los jóvenes de los barrios cuando
casi nadie, a excepción de la Consejería para Medellín, quería siquiera aproximarse a ellos, al igualarlos a todos bajo
la etiqueta generalizadora e injusta
de violentos de esos 80 y esos
primeros 90.
Nunca imaginé que más adelante,
desde mi trabajo en la Alcaldía de Medellín
—creo que en 2005—, iba a entender que, sin Jorge, sin su gente, la Nuestra
y cientos de héroes de la
música, el teatro,
el arte, todo,
no seríamos
una sociedad viable,
ni siquiera seríamos
una sociedad digna de llamarse
así en este
siglo xxi. (2017, p. 164)
A través de la Fundación Proantioquia los empresarios impulsaron iniciativas como incubadoras de empresas, centros especializados en cien- cia y tecnología, justicia, educación y paz; ejercicios de prospectiva como Visión Antioquia Siglo xxi, Entre Todos, Planea, Proyecto Antioquia: Convergencia y Desarrollo, y Alianza Antioquia por la Equidad. También participaron en la Alianza Universidad-Empresa-Estado, convocada por la Universidad de Antioquia. Más adelante, Proantioquia, con el liderazgo de Juan Sebastián Betancur y Rafael Aubad, contribuiría a crear, como aliada del Municipio de Medellín, el Parque Explora, Ruta N, el programa de atención a la niñez Buen Comienzo, y el de atención a las familias en situación de pobreza extrema: Medellín Solidario.
Revista La Hoja: La historia de los noventa
Siguiendo la lógica de que «el periodismo es el primer borrador de la Historia» (Moehringer, como es citado en Martín, 2019), podríamos decir que la historia de los años noventa en Medellín tiene la veta más importante en la revista La Hoja, que desde 1992 y por dieciséis años cubrió la efervescencia de la sociedad movilizándose y presentó a los protagonistas del futuro que estaba naciendo.
Para hablar de La Hoja —una llama al viento—, de cómo espantó tinieblas y dejó ver otros posibles caminos, nos acompañaron en Las Otras Memorias sus creadores: Ana María Cano y Héctor Rincón. Ella es una mujer bella, sonriente, que honra la tradición periodística que evoca su apellido con su inteligencia y sensibilidad de cronista. Él es un poco contrahecho, tiene voz ronca, una gran formación, una picardía natural y una capacidad para innovar que le han dado un lugar significativo en el periodismo colombiano. Cada uno vale por sí mismo, pero son cada vez más pareja, responden las entrevistas, hilando uno detrás del otro como siameses que sienten mucho orgullo por lo que juntos han hecho.
Habían pasado unos años en París. En Bogotá él era editor de El Tiem po, ella presentaba un programa en el Canal Capital y adelantaba una investigación sobre el proceso de paz del presidente Belisario Betancur. Veían a Medellín reventada. La crisis empujaba su regreso. A una amiga periodista que les preguntó a qué se regresaban para Medellín, Héctor le dijo: «Aunque sea a servir de muertos».
Se entusiasmaban con las novedades de la ciudad: la Consejería Presidencial para Medellín con el programa de televisión Arriba mi barrio, y la Corporación Región y la Fundación Social con los documentales de Muchachos a lo bien. Las actuaciones de los poetas y otros hechos les permitieron decirse: «No estamos solos, hay una confluencia de quienes quieren cambiar ciudad, de quienes quieren otra cosa». A su parecer, los medios de comunicación, informando casi exclusivamente sobre narco- tráfico, violencia y otros horrores, «engordaban y eternizaban la figura del malandro». Y no les parecía bien que se ignorara a la gente de la ciencia, la educación, las artes y a las organizaciones comunitarias. Entonces, al decir de Héctor, decidieron darle la vuelta a la tuerca:
Miramos con bondad lo otro que
sucedía en la ciudad. Buscamos esas vetas que solamente aparecen
si se mira con una intención. El asunto era hacerlo con la convicción de contar la ciudad y la ciudadanía que era lo que abundaba.
Y regresaron, sobrevivieron e hicieron historia con el periodismo que habían soñado y contribuyeron para rehacer a Medellín. La Hoja se con- cibió como un medio que, conscientemente, les hizo el quite a los temas de la baranda judicial, y se enfocó en los procesos y los sujetos que contribuían a recomponer un orden social pacífico, con lo que denominaron un periodismo reconstructivo. La Hoja anunció en el primer editorial, en 1992, sus propósitos:
Expresar este tiempo, este lugar, este momento sin altisonancias ni melancolías. Con la modestia de una empresa cuyo único capital es la fe y el trabajo. Sin papeles ni colores estridentes. Sin ninguna marca política distinta a esa que da la conciencia plena de que hacer periodismo es un acto político. Beligerante. Firmes hacia la meta de influir —mucho o poco, ya lo veremos— en la transformación social a través de lo escrito. Con independencia ante los políticos de profesión y frente a los demás poderes establecidos. Sin imparcialidad, porque preferimos la honestidad: esa subjetividad honesta que nos libre de hacerles el juego a quienes se han valido de la manida objetividad periodística a través de todo un catálogo de artimañas imponer sus versiones y perpetuar su imagen.
Tenían conciencia de que, así como la violencia, por su naturaleza, genera una atracción fatal, al punto de generar dependencia, lo otro —lo bueno, lo positivo—, tiende a verse como intrascendente, aburrido, y que, por lo tanto, para visibilizarlo, debían usar diversos géneros del periodismo, novedosos enfoques, fotografías reveladoras, y atractivos titulares. Se requería estrenar ojos para mirar a Medellín y descubrir historias pequeñas. En La Hoja, gran escuela, les crecieron alas a periodistas jóvenes como Juan Fernando Mosquera, Patricia Nieto, Manuela Botero, Pedro Nel Valencia y Ramón Pineda; se inició como reportero gráfico el director de cine Javier Mejía y se dio a conocer, con sus fotografías surrealistas, Juan Fernando Ospina.
Pero cuando la realidad cruda no se podía evadir, cuando les pareció ineludible informar de violencia, corrupción y narcotráfico, buscaron ángulos inusuales. Ana María recuerda cómo, en 1995, cuando dinamita- ron la escultura Pájaro de Botero, en el parque San Antonio, con un saldo de decenas de muertos y heridos, buscaron con paciencia una fotografía y una biografía básica de cada víctima, qué edad tenía, de dónde venía, dónde trabajaba; porque dándoles identidad se les daba dignidad. Y concluye: «No ignorábamos del todo el narcotráfico, o los males que nos azotaban, sino que los abordábamos desde el punto de vista de las víctimas».
La Hoja también realizó seminarios, foros sobre diversos temas para nutrir a la opinión; podían ser sobre feminismo, o sobre la creación de la Unión Europea, o uno que Héctor Rincón califica como estupendo sobre «Lo bueno, lo malo y lo feo de ser antioqueño», del cual quedó un artículo memorable de Clarita Gómez de Melo (2002) sobre lo feo del paisa, que luego publicó El Tiempo.
Ramiro Tejada y las fiestas de la cofradía ciudadana
Hubo tres fiestas ciudadanas significativas en Medellín entre el final del siglo xx y el arranque del xxi: Bazarte, la de la revista La Hoja; el Bazar de la Confianza, de la Cooperativa Confiar, y la Feria del Libro —que luego se llamó Fiesta del Libro y la Cultura—. Y todas ellas fueron espacios de identidad y encuentro de públicos alternativos. La Hoja convocó anualmente la suya, primero en el Jardín Botánico y luego, por varios años, en Sierra Blanca, en el oriente cercano, y alguna vez en el Museo de Antioquia. Dice Héctor que con la fiesta buscaban «conectar y aprovechar el núcleo de lectores afines que, con frecuencia, también eran protagonistas o fuentes de lo que publicaban, para formar una cofradía».
En Las Otras Memorias, Gisela Posada, Líder de Cultura Centro de la Universidad de Antioquia, y Oswaldo Gómez, gerente de Confiar, invocaron a Ramiro Tejada, figura entrañable de la vida cultural y ciudadana de Medellín, quien había muerto sin aviso en aquellos días de mayo de 2019. Ramiro se inició en los años setenta en el Cineclub Ukamau; en el teatro empezó junto a José Manuel Freidel —asesinado de manera temprana— y luego pasó como actor y director por diversos grupos, pero como los tablados le parecieron estrechos, decidió tomar la ciudad como escenario y actuar en ella como Ramiro, un personaje incapaz para el anonimato; descrito con adjetivos fuertes: crítico, lúcido, estrafalario, irreverente, impertinente, comprometido. Para despedirlo, su colega Jaiver Jurado, presidente de Medellín en Escena, lo definió como un conector: «Ramiro fue un mensajero». Orlando Gallo, su amigo poeta, escribió que «había algo irreal en él. Su actuación en las tablas no era tal vez sobresaliente, pero su vida rebosaba gestos. Y el libreto era suyo, y era bueno». Cristóbal Peláez había pedido no olvidar que «no obstante su estrafalario comportamiento, había en él un más allá esencial, un hombre comprometido con el conjunto teatral de la ciudad, solidario como creador y profesional».
A Ramiro es inevitable asociarlo con estas fiestas ciudadanas en las que era estelar. Se le recuerda desde 1982, en Bazarte, la novedosa fiesta que se realizaba en las mangas de Suramericana, bajo la dirección de la entonces gestora cultural Lucía «la Mona» González, donde inició la tradición del palomar: trepado en un andamio, con tintero y pluma, escribió miles de cartas de amor a solicitud del público. En el primer Bazar de la Confianza, en 1999, a Ramiro se le vio con sombrero de ala ancha, camisa blanca, chaleco negro, de cargaderas y pantalón ancho, elogiando en cámara a la cooperativa de la que ya era socio: «Sin Confiar en Medellín los grupos artísticos tal vez no existiríamos, lo del sector cultural y Confiar es un amor recíproco». Opinión que refrendó con un piropo que Oswaldo convirtió en copy: «Confiar es la caja menor de la ilusión». Y como tuvo la gracia de ser socio a-moroso, la gente de Confiar escribió en homenaje: «Tenía apariciones fantasmales en nuestras agencias y la Casa de la Cultura; […] como un bufón, algo así como un alma lúdica de la ciudad, un ciudadano a carta cabal, un amigo, un asociado, un irremplazable».
A Ramiro y a Oswaldo les cabe bien la definición de personajes, por sus formas peculiares de ser y actuar. Y por algo común en sus almas. Oswaldo es experto en finanzas, desde luego, es profeta del cooperativismo, pero quien se lo encuentre en el centro de Medellín, desayunando en Versalles, puede pensar que es un actor, porque suele usar sombreros, cargaderas, colores vivos, camisas de flores, a veces va de corbata, otras de corbatín. Ramiro y él, probablemente, son los únicos que en estos lares han usado chalecos. No le falta razón a Cristóbal Peláez que describe a Oswaldo como un hippie que usa corbata; ni al propio Ramiro, que lo calificó como un banquero anarquista.
Oswaldo, en Las Otras Memorias, cuenta la génesis de la cooperativa que empezó a liderar hace más de cuarenta y cinco años. Se han deshecho de la mirada corta del sectarismo usual en otros tiempos, pero han ratificado y actualizado sus ideales: se identifican con prácticas y relaciones autogestionarias, solidarias, democráticas y humanistas, promueven la equidad de género, el respeto por las diversidades, la sostenibilidad del planeta, el diálogo y el intercambio generacional, luchan por el trabajo digno, los derechos, la cultura y el desarrollo integral del ser humano. Digamos, pues, que Oswaldo actúa en Confiar, obra de creación colectiva, cuyo libreto no se resume con las palabras ahorro, socios, crédito, e incluye conceptos como frugalidad, parsimonia y buen vivir, como ideales de una vida sostenible de la comunidad humana, lleva a sus publicistas a preguntar: ¿cómo va a funcionar una entidad financiera con esos términos, con el cuento de que es la «Caja menor de la ilusión» y cosas así?
Hasta los años ochenta, Oswaldo no había sido un gran lector, pero desde la gerencia de la cooperativa estableció sociedad con artistas y escritores, a los que convirtió en socios para la vida. De ese primer tiempo recuerda al juglar Juan Guillermo Rúa —quien se fue temprano— y, entre otros, a los poetas John Sosa, Jesús Rubén Pasos, Fernando Rendón, Luis Fernando Cuartas, Sara Beatriz Posada y Juan Diego Velásquez; a la cantante Gisela Fernández, y al fotógrafo Carlos Sánchez, tan importante en la historia de la cooperativa. Con ellos llegó a la convicción de que Confiar, para transformar el mundo, debía ir más allá de la intermediación financiera y ser una entidad fuerte en la cultura. Esa es la razón de la Fundación, en torno a la cual ha seguido congregando a grupos y personajes icónicos. Oswaldo presentó por primera vez, en el auditorio de la carrera Sucre, a Carlos Mario Gallego y Sergio Valencia, cuando formaron la famosa dupla de humor Tola y Maruja.
En algún momento de la pospandemia, al Jardín Botanico regresarán los emprendimientos, las publicaciones, las empresas y los sueños que han tenido techo en Confiar. Y será inevitable recordar a Aura López, Elkin Obregón, Jesús «Chucho» Mejía, Ramiro Tejada… Una cofradía de la confianza que siempre valdrá la pena rememorar cuando recordemos de qué espíritus buenos estamos hechos.
De la Participación Ciudadana a la Política
La arquitecta María Clara Echeverría, del Cehap de la Universidad Nacional, al rastrear la participación y la planeación en Medellín, destaca lo que los seminarios Alternativas de Futuro para Medellín y su Área Metropolitana, de la Consejería, lograron: una excelente respuesta de la ciudadanía, oenegés, universidades, sindicatos, organizaciones comunitarias, Iglesia, cajas de compensación y miembros del sector privado. Como ha dicho Rubén Fernández, de la Corporación Región, en el proceso se propició un diálogo entre el saber académico de las universidades, el saber técnico de los funcionarios del Estado y el saber popular de líderes y colectivos sociales. Y de otro lado se logró que temas como la seguridad, que habitualmente se discutían en sitios cerrados, se convirtieran en un asunto público. Jorge Orlando Melo, en el IV Seminario, en 1996, dijo:
Si algo quedó claro de estos años de
esfuerzo de Medellín y sus gentes, es la importancia de dar prioridad a los mecanismos de participación y diálogo para
la solución de los problemas que no se resuelven simplemente con decisiones tecnocráticas e inversión.
Melo también evidenció los vacíos, sobre todo el desentendimiento de las dirigencias del sector privado; de los políticos tradicionales del liberalismo y del conservatismo que veían la deliberación con la ciudadanía como una amenaza a sus prácticas clientelistas; y de sectores de izquierda que aún describen todo este proceso social como un simple «reacomodo de las clases dominantes».
Y el hecho de que las administraciones municipales de esa época no incorporaron las iniciativas de la Consejería, solo tomaron, de manera aislada, algunas ideas. Y, a su vez, quienes participaban de los procesos de diálogo y planeación percibían la política formal como cosa extraña e indeseable.
Aunque la Consejería finalizó sus tareas en 1995, los procesos de concertación en la sociedad civil continuaron. Gilberto Echeverri y Beatriz Restrepo lideraron Visión Antioquia Siglo XXI y el Planea como proceso para consensuar la manera en que Antioquia se transformaría en «la mejor esquina de América, justa, pacífica, educada, pujante y en armonía con la naturaleza». El gobernador Guillermo Gaviria impulsó, con amplia participación social, el Plan Congruente de Paz y la Asamblea Constituyente de Antioquia.
En la alcaldía de Sergio Naranjo se le dio continuidad a la idea de un proyecto concertado de futuro. Saúl Pineda coordinó el Plan Estratégico para Medellín y el Área Metropolitana, con la participación de cuarenta entidades en torno al propósito de diseñar la hoja de ruta para convertir a Medellín en «una gran capital latinoamericana, con índices crecientes de equidad social, con capacidad competitiva en los mercados mundiales, respetuosa de la convivencia y de su entorno ambiental, y con una visión metropolitana»6.
El alcalde Juan Gómez Martínez, en su segundo periodo, acogió la propuesta de Entre Todos, grupo cívico ligado a Proantioquia, y gestionó quince millones de dólares como primer empréstito de la banca multilateral dirigido a la seguridad y la Convivencia. El Proyecto BID incluyó programas que resultaron útiles para el fomento de la convivencia, como las Casas de Justicia, las Escuelas Populares del Deporte, las Escuelas de Música barriales y la modernización de la infraestructura para la seguridad. El bache más notorio de este proceso se dio con el alcalde Luis Pérez, 2000-2003, que congeló los programas financiados con recursos del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) —excepto las escuelas de música— y desmontó programas exitosos de la Consejería como Paisa Joven y Primed, y cerró los diálogos con la sociedad civil.
Pero, de alguna manera, los procesos de interacción entre oenegés y organizaciones comunitarias —las alianzas— se mantuvieron, y buscaban la forma de expresarse políticamente. María Clara Echeverría cree que los procesos participativos de los años noventa —como el de la Consejería Presidencial y el Plan Estratégico de Medellín— encontraron una forma de proyectarse en el ámbito político alrededor del movimiento Compromiso Ciudadano, que lideró Sergio Fajardo. Coincide con Omar Urán, quien afirma que la dinámica sostenida de resistencia y participación cívica y ciudadana de los años noventa contribuyó a la construcción de una agenda propia de ciudad y a la formación de un movimiento político —Compromiso Ciudadano— que la representara.
La elección de Antanas Mockus como alcalde de Bogotá, a nombre de un movimiento social no partidista, marcó el inicio de alcaldes «cívicos» en las grandes ciudades. En el 2003, en Medellín fue elegido Fajardo, con el soporte de una parte importante del tejido social formado en los procesos participativos de los noventa. En su plan de desarrollo «Medellín gobernable y participativa (2004-2007)», aunque no lo reconoció, incorporó enunciados y proyectos que venían de esa historia. María Clara Echeverría y María Victoria Bravo hacen notar que, además, «en este periodo [Fajardo] logró una conexión más orgánica de ciertas fuerzas del sector privado, con lo cual completó la tríada de Estado-empresariado-sociedad civil» (2009, p. 97). Su administración tuvo el apoyo directo de la fundación empresarial Proantioquia —liderada por Nicanor Restrepo, Juan Sebastián Betancur y Rafael Aubad— y de la Cámara de Comercio —dirigida por Lina Vélez—, en el diseño y la puesta en funcionamiento del Parque Explora, los parques biblioteca y en temas como educación, desarrollo tecnológico y emprendimiento.
6 Participaron en el proceso, entre otras, las siguientes entidades: Asociación Nacional de Industriales (Andi), Área Metropolitana del Valle de Aburra (AMVA), Cámara de Comercio de Medellín para Antioquia, Escuela del Hábitat de la Universidad Nacional de Colombia (Cehap), Comfama, Corporación Paisa Joven, Corporación Presencia Colombo Suiza, Corporación Región, Consejo Regional de Competitividad (Visión Antioquia Siglo XXI), Instituto de Estudios Regionales de la Universidad de Antioquia (Iner), Secretaría de Planeación Metropolitana y Proantioquia
El Modelo Medellín
Con motivo de la realización de la 50
Asamblea del Banco Interamericano
de Desarrollo, en el 2009 en Medellín, se publicó un libro, con la dirección
académica de Gerard Martin, en el que se describen
los procesos que configuraron la acción social e
institucional para la recuperación de Medellín; acción colectiva que tuvo la virtud de la
universalidad en sus propósitos y los define como modelo Medellín (Martin, Fernández & Villa, 2009).
Este proceso social y su definición ha suscitado polémicas. Pero, además, los críticos han confundido los términos. El modelo Medellín no era, no es, un punto de llegada, como supusieron quienes demeritan sus logros, porque «era mentira que Medellín hubiese dejado de tener problemas». El modelo, en realidad, constituía una forma de gestión de los asuntos comunitarios y públicos, construido a lo largo de los años noventa, con un auge entre el 2004 y el 2012, cuando los alcaldes electos tomaron la batuta que en otros momentos habían movido la Consejería y el Plan Estratégico.
David Escobar, director de Comfama, quien cruzó por tres administraciones municipales entre el 2004 y el 2012, enumera como características del modelo: la conversación entre instituciones públicas, empresas privadas y organizaciones sociales; la ética y la transparencia como valores esenciales del gobierno; la alta valoración de la participación ciudadana; la educación y la cultura como estrategia central para el logro de la equidad; el urbanismo social como concepto integral para transformar la ciudad; la reivindicación de la vida como un valor supremo; la estética como atributo adicional de las obras, y la gestión pública y la continuidad de los proyectos.
La ciudad, atrapada desde los años ochenta en la maraña de la violencia, el narcotráfico, el deterioro institucional y la corrupción, transitó «del miedo a la esperanza». En ese renacimiento hubo un volumen de obra pública y de inversión social sin antecedentes, con énfasis especial en la infraestructura para la educación y la cultura; y se logró que a la ciudad reconectada con el mundo la visitaran autoridades diversas y expertos, y que recibiera decenas de reconocimientos.
La Ruptura del Modelo y los Desafíos de Ciudad
Al parecer, la pérdida del miedo, la sensación de relativa tranquilidad distrajo a la ciudadanía, y el modelo de política cívica se fraccionó y perdió espacio. Esto se hizo notorio sobre todo en la alcaldía de Federico Gutiérrez, por ello, ante los síntomas de estancamiento, Jorge Giraldo le propuso al alcalde en 2017 que convocara a la ciudadanía para discutir las líneas estratégicas para afrontar nuevos retos y relanzar el Desarrollo Humano en Medellín hacia 20307, pero el alcalde no tuvo voluntad política para reactivar los espacios de deliberación con la sociedad.
Ya en el 2020, el año de la pandemia, sectores de la vieja política retomaron el control de la Alcaldía de Medellín, mimetizados en la figura de Daniel Quintero, quien se había presentado con las banderas de la independencia. En ese momento, Jorge Giraldo dijo sin cortapisas:
El asunto de fondo es el ataque veloz y profundo del alcalde contra la institucionalidad de Medellín, a favor propio y de terceros poco claros. Desde el primer día de su gestión se notó la avidez para controlar las nóminas y los presupuestos, algo que desafortunadamente se volvió normal en el país. (2020)
Oswaldo Gómez, que lo había acompañado en la campaña y le aceptó ser nombrado en la Junta Directiva de Epm, después de renunciar, señaló al alcalde Quintero de ser maestro en el arte de la simulación y la mentira y haber defraudado la confianza de quienes creyeron en su independencia. Las Empresas Públicas de Medellín entraron en un momento de inestabilidad solo comparable con el vivido en el año 2000, cuando en la alcaldía de Luis Pérez las noticias fueron escándalos de corrupción y cambios repentinos en la gerencia. Se le cuestionó al alcalde Quintero haber saltado el código de buen gobierno y la tradición de hacer primar el manejo técnico de la empresa. El GEA —el grupo empresarial más activo en el modelo Medellín— se convirtió en blanco de ataques, se le acusó sin fundamentos de haber tenido el control de Epm para beneficio propio, de ser responsable de la crisis del proyecto Hidroituango y de haber saqueado dineros equivalentes al detrimento patrimonial que produjo esta crisis. Una afirmación falaz porque ningún organismo de control planteó la pérdida de recursos por indebida apropiación; las indagaciones se centraron en la búsqueda de posibles decisiones técnicas que hayan generado el impasse. El alcalde Quintero también atacó el modelo institucional que le había dado continuidad exitosa a Ruta N, y programas modelo como Buen Comienzo, para la atención a la primera infancia, y el Jardín Botánico.
Visto este momento con la óptica de Las Otras Memorias se puede decir que no hay situación insuperable, a condición de que pueda prevalecer un espíritu ciudadano altruista, como sucedió en los años noventa, frente a adversidades mayores. Hay en esta historia un patrimonio común al que podemos apelar.
7 https://www.elcolombiano.com/opinion/grandes-firmas/personas-trasplantadas- OO14921719%20idart=
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